Comentario
CAPÍTULO IX
Del cuarto y último género de idolatría que usaron los indios con imágines y estatuas, especialmente los mexicanos
Aunque en los dichos géneros de idolatría en que se adoraban criaturas, hay gran ofensa de Dios, pero el Espíritu Santo condena mucho más, y abomina otro linaje de idólatras que adoran solamente las figuras e imágines fabricadas por manos de hombres, sin haber en ellas más de ser piedras, o palos o metal, y la figura que el artífice quiso dalles. Así dice el Sabio de estos tales: "Desventurados, y entre los muertos se puede contar su esperanza, de los que llamaron dioses a las obras de las manos de los hombres, al oro, a la plata, con la invención y semejanza de animales, o la piedra inútil que no tiene más de ser de una antigualla". Y va prosiguiendo divinamente contra este engaño y desatino de los gentiles, como también el profeta Esaías, y el profeta Jeremías, y el profeta Baruch, y el santo Rey David, copiosa y graciosamente disputan. Y converná que el ministro de Cristo que reprueba los errores de idolatría, tenga bien vistos y digeridos estos lugares, y las razones que en ellos tan galanamente el Espíritu Santo toca, que todas se reducen a una breve sentencia que pone el profeta Oseas: "El oficial fue el que le hizo, y así no es Dios; servirá pues para telas de arañas el becerro de Samaria". Viniendo a nuestro cuento, hubo en las Indias gran curiosidad de hacer ídolos y pinturas de diversas formas y diversas materias, y a éstas adoraban por dioses. Llamábanlas en el Pirú, guacas, y ordinariamente eran de gestos feos y disformes; a lo menos las que yo he visto todas eran así. Creo sin duda que el demonio, en cuya veneración las hacían, gustaba de hacerse adorar en figuras mal agestadas. Y es así en efecto de verdad, que en muchas de estas guacas o ídolos, el demonio hablaba y respondía, y los sacerdotes y ministros suyos acudían a estos oráculos del padre de las mentiras, y cual él es, tales eran sus consejos, y avisos y profecías. En donde este género de idolatría prevaleció más que en parte del mundo, fue en la provincia de Nueva España, en la de México, y Tezcuco, y Tlaxcala y Cholula, y partes convecinas del aquel reino. Y es cosa prodigiosa de contar las supersticiones que en esta parte tuvieron; mas no será sin gusto referir algo de ellas. El principal ídolo de los mexicanos, como está arriba dicho, era Vitzilipuztli; ésta era una estatua de madera entretallada en semejanza de un hombre sentado en un escaño azul fundado en unas andas, y de cada esquina salía un madero con una cabeza de sierpe al cabo; el escaño denotaba que estaba sentado en el cielo. El mismo ídolo tenía toda la frente azul, y por encima de la nariz una venda azul, que tomaba de una oreja a otra. Tenía sobre la cabeza un rico plumaje de hechura de pico de pájaro, el remate de él de oro muy bruñido. Tenía en la mano izquierda una rodela blanca con cinco piñas de plumas blancas puestas en cruz, salía por lo alto un gallardete de oro, y por las manijas cuatro saetas, que según decían los mexicanos les habían enviado del cielo para hacer las hazañas que en su lugar se dirán. Tenía en la mano derecha un báculo labrado a manera de culebra, todo azul ondeado. Todo este ornato y el demás, que era mucho, tenía sus significaciones, según los mexicanos declaraban. El nombre de Vitzilipuztli quiere decir siniestra de pluma relumbrante. Del templo superbísimo, y sacrificios y fiestas, y ceremonias de este gran ídolo, se dirá abajo, que son cosas muy notables. Sólo digo al presente que este ídolo, vestido y aderezado ricamente estaba puesto en un altar muy alto, en una pieza pequeña, muy cubierta de sábanas, de joyas, de plumas y de aderezos de oro, con muchas rodelas de pluma, lo más galana y curiosamente que ellos podían tenerle, y siempre delante de él una cortina para mayor veneración. Junto al aposento de este ídolo había otra pieza menos aderezada, donde había otro ídolo que se decía Tlaloc. Estaban siempre juntos estos dos ídolos, porque los tenían por compañeros y de igual poder. Otro ídolo había en México muy principal, que era el dios de la penitencia, y de los jubileos y perdón de pecados. Este ídolo se llamaba Texcatlipuca, el cual era de una piedra muy relumbrante y negra como azabache, vestido de algunos atavíos galanos a su modo. Tenía zarcillos de oro y de plata, en el labio bajo un cañutillo cristalino de un jeme de largo, y en él metida una pluma verde, y otras veces azul, que parecía esmeralda o turquesa. La coleta de los cabellos le ceñía una cinta de oro bruñido, y en ella por remate una oreja de oro con unos humos pintados en ella, que significaban los ruegos de los afligidos y pecadores, que oía cuando se encomendaban a él. Entre esta oreja y la otra, salían unas garzotas en grande número; al cuello tenía un joyel de oro colgado, tan grande, que le cubría todo el pecho; en ambos brazos, brazales de oro; en el ombligo una rica piedra verde; en la mano izquierda un mosqueador de plumas preciadas, verdes, azules, amarillas, que salían de una chapa de oro reluciente, muy bruñido, tanto que parecía espejo; en que daba a entender, que en aquel espejo veía todo lo que se hacía en el mundo. A este espejo o chapa de oro llamaban Itlacheaya, que quiere decir, su mirador. En la mano derecha tenía cuatro saetas, que significaban el castigo que por los pecados daba a los malos. Y así al ídolo que más temían, porque no les descubriese sus delitos, era éste, en cuya fiesta, que era de cuatro a cuatro años, había perdón de pecados, como adelante se relatará. A este mismo ídolo Texcatlipuca tenían por dios de las sequedades y hambres, y esterilidad y pestilencia. Y así le pintaban en otra forma, que era asentado con mucha autoridad en un escaño rodeado de una cortina colorada labrada de calaveras y huesos de muertos. En la mano izquierda, una rodela con cinco piñas de algodón, y en la derecha una vara arrojadiza amenazando con ella, el brazo muy estirado como que la quería ya tirar. De la rodela salían cuatro saetas; el semblante airado; el cuerpo untando todo de negro; la cabeza llena de plumas de codornices. Eran grandes las supersticiones que usaban con este ídolo, por el mucho miedo que le tenían. En Cholula, que es cerca de México y era república por sí, adoraban un famoso ídolo, que era el dios de las mercaderías, porque ellos eran grandes mercaderes, y hoy día son muy dados a tratos; llamábanle Quetzaalcoatl. Estaba este ídolo en una gran plaza en un templo muy alto. Tenía alrededor de sí, oro, plata, joyas y plumas ricas, ropas de mucho valor y de diversos colores. Era en figura de hombre, pero la cara de pájaro con un pico colorado, y sobre él una cresta y verrugas, con unas rengleras de dientes, y la lengua de fuera. En la cabeza, una mitra de papel, puntiaguda, pintada; una hoz en la mano y muchos aderezos de oro en las piernas, y otras mil invenciones de disparates que todo aquello significaba, y en efecto le adoraban porque hacía ricos a los que quería, como el otro dios Mammon, o el otro Plutón. Y cierto el nombre que le daban los cholulanos a su dios, era a propósito, aunque ellos no lo entendían. Llamábanle Quetzaalcoatl, que es culebra de pluma rica, que tal es el demonio de la codicia. No se contentaban estos bárbaros de tener dioses, sino que también tenían sus diosas, como las fábulas de los poetas las introdujeron, y la ciega gentilidad de griegos y romanos las veneraron. La principal de las diosas que adoraban, llamaban Tozi, que quiere decir nuestra abuela; que según refieren las historias de los mexicanos, fue hija del rey de Culhuacán, que fue la primera que desollaron por mandato de Vitzilipuztli, consagrándola de esta arte por su hermana, y desde entonces comenzaron a desollar los hombres para los sacrificios, y vestirse, los vivos, de los pellejos de los sacrificados, entendiendo que su Dios se agradaba de ello, como también el sacar los corazones a los que sacrificaban, lo aprendieron de su dios, cuando él mismo los sacó a los que castigó en Tula, como se dirá en su lugar. Una de estas diosas que adoraban, tuvo un hijo grandísimo cazador, que después tomaron por dios los de Tlaxcala, que fue el bando opuesto a los mexicanos, con cuya ayuda los españoles ganaron a México. Es la provincia de Tlaxcala, muy aparejada para caza, y la gente muy dada a ella, y así hacían gran fiesta. Pintan al ídolo de cierta forma, que no hay que gastar tiempo en referirla; mas la fiesta que le hacían es muy donosa. Y era así que al reír del alba, tocaban una bocina, con que se juntaban todos con sus arcos y flechas, redes y otros instrumentos de caza, e iban con su ídolo en procesión, y tras ellos grandísimo número de gente, a una sierra alta, donde en la cumbre de ella tenían puesta una ramada, y en medio un altar riquísimamente aderezado, donde ponían al ídolo. Yendo caminando con el gran ruido de bocinas, caracoles y flautas y atambores, llegados al puesto, cercaban toda la falda de aquella sierra, alrededor, y pegándole por todas partes fuego, salían muchos y muy diversos animales, venados, conejos, liebres, zorras, lobos, etc., los cuales iban hacia la cumbre, huyendo del fuego, y yendo los cazadores tras ellos, con grande grita y bocería, tocando diversos instrumentos, los llevaban hasta la cumbre delante del ídolo, donde venía a haber tanta apretura en la caza, que dando saltos, unos rodaban, otros daban sobre la gente, y otros sobre el altar, con que había grande regocijo y fiesta. Tomaban entonces grande número de caza, y a los venados y animales grandes sacrificaban delante del ídolo, sacándoles los corazones con la ceremonia que usaban en los sacrificios de los hombres, lo cual hecho, tomaban toda aquella caza a cuestas, y volvíanse con su ídolo por el mismo orden que fueron, y entraban en la ciudad con todas estas cosas muy regocijados con grande música de bocinas y atabales, hasta llegar al templo, adonde ponían su ídolo con muy gran reverencia y solemnidad. Íbanse luego todos a guisar las carnes de toda aquella caza, de que hacían un convite a todo el pueblo, y después de comer hacían sus representaciones y bailes delante del ídolo. Otros muchos dioses y diosas tenían con gran suma de ídolos; mas los principales eran en la nación mexicana, y en sus vecinas, los que están dichos.